La “Ferretería de Jorge” era el mas antiguo de los “boliches” del barrio, atendida por el mismo Jorge que la había fundado hace ya veintilargos años. Aunque el nombre real, que aparecía en el cartel de toda la vida pero que casi nadie conocía, era “El tornillo que faltaba”, todos la conocían por el nombre del dueño. El mismo dueño que aún hoy se encontraba detrás del mostrador, al frente de un negocio tan caro a los habitantes del barrio como indiferente a los políticos de toda la vida, siempre encandilados por las grandes corporaciones. O acaso alguien podía negar seriamente que diez o quince ferreterías como la de Jorge daban igual o más trabajo que una lujosa sucursal bancaria?
Para ser precisos, y también justos, se trataba de algo más que de una ferretería. El empuje y perseverancia de su creador le habían permitido anexar un pequeño pero completo sector de herramientas, además de algunos accesorios eléctricos, todo lo cual hacía un comercio bastante completito, atendido por el propio Jorge y tres empleados. Jorge sentía un especial afecto por su negocio no sólo porque era su creación, sino porque le había permitido formar y mantener una familia, compuesta de su mujer Catalina y sus hijos Gabriel y Claudia. Además, le había dado la posibilidad de llegar a tener un departamentito propio para todos ellos aunque los vaivenes del país le habían impedido comprar el local de su negocio, en donde seguía alquilando gracias a su puntualidad en los pagos.
Un día, minutos antes de cerrar, llegó el empleado de confianza de su proveedor mas antiguo, le pagó y, ya con la persiana baja, Jorge se puso a charlar: